"Make'em laugh, make'em cry, but over all... make'em wait"
(C. Dickens)

lunes, 17 de febrero de 2014

Siempre igual

Siempre igual, siempre la misma historia. Siempre. Siempre. Quiero escapar, huir de este círculo que tú y yo hemos creado, extinguir esa hoguera que poco a poco se extiende a nuestro paso, antes de que nos asfixie a nosotros y a todo aquel que nos rodea. Nosotros la alimentamos, sí, la alimentamos cada día con nuestro calor, pero también con nuestros constantes vacilaciones. Quiero verte, aléjate de mí. Quiero besarte, poseerte. Apártate, vete. Ni me mires. No debemos, tú y yo sabemos que ni podemos ni debemos seguir sometiéndonos de esta manera, que nuestros caminos se alejan cada vez más y que, como tú mismo dices, no hacemos más que frenar nuestras propias vidas. No podemos seguir, pero… nos resulta imposible separarnos. Siempre igual, la misma historia: charlas cordiales, prólogos gentiles y educados que preceden al posterior arrebato de caricias, besos y emociones, que siempre adoptan formas variadas: dulces y toscos; salvajes, pero tiernos. Una sacudida de sensaciones que mi decoro y mi respeto hacia las personas de naturaleza más sensible, o quizás prudente, me impiden describir. Pero, tras ese irreprimible encuentro en que, ávidos del calor de nuestros cuerpos y de dar vida a nuestras más vulgares y escabrosas fantasías, vendemos nuestro orgullo y nuestra honradez por un puñado de orgasmos, después de eso… ¿qué queda? Sólo hay lugar para el silencio, para escuchar a la conciencia reprendiéndonos a gritos. Sólo queda el llanto, la culpa, el remordimiento y la delirante e ingenua idea de que esta vez sí seremos capaces de poner fin a esta historia. Pero antes, el deseo de volver atrás y querer pararlo, evitarlo a toda costa, pero no poder; no hay manera, no es posible... Esto nos supera. No nos damos cuenta de que la decisión de tomarlo o dejarlo hace tiempo que dejó de ser nuestra. Nos lamentamos de todo, pero… no nos arrepentimos de nada. No cambiaríamos el tiempo vivido, pero desearíamos no seguir con esto ni un minuto más. Háblame, pero no me hables. Mírame, pero no me mires. Ámame, pero no me ames.

Qué insensatez la de confiar en ti y permitirme el lujo de perderme entre tus labios desesperados y tus manos de piel áspera y curtida, experimentadas y saciadas a más no poder, pero que aún siguen deseosas de nuevos roces, nuevas caricias y vivencias. Siempre seguras, como tú, saben lo que quieren y lo toman casi sin necesidad de pedir permiso. Porque sabes que no podría, no soy capaz de negarle nada a esos ojos que, aunque viejos y cansados, no dejan de mostrarse seguros de sí mismos ni de reflejar de forma casi permanente esa rebeldía tuya tan característica. No puedo evitar sonreír ante la idea de que alguien crea saber qué es la pasión desenfrenada sin siquiera haberte conocido. Pero con cada paso que damos, cada suspiro que exhalamos, cada roce de nuestros labios… hacemos arder todo a nuestro alrededor, porque no podemos, no debemos. ¿No lo ves? Tú y yo estamos prohibidos. No por ti ni por mí, sino por el resto del mundo. Eso es lo que me he repetido en incontables ocasiones, pero ¿para qué engañarnos? Ambos sabemos que lo que nos mueve es el deseo, es esa pasión irrefrenable y adictiva que poco a poco nos domina y nos asfixia, que no nos deja vivir en paz. No somos más que dos almas desvergonzadas, errantes, casi delincuentes que a menudo, demasiado a menudo, sobrepasan el límite de lo moral y acarician con sus dedos la ya casi imperceptible línea que separa la cordura de la demencia. 

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