Siempre igual, siempre la misma
historia. Siempre. Siempre. Quiero escapar, huir de este círculo que tú y yo
hemos creado, extinguir esa hoguera que poco a poco se extiende a nuestro paso,
antes de que nos asfixie a nosotros y a todo aquel que nos rodea. Nosotros la
alimentamos, sí, la alimentamos cada día con nuestro calor, pero también con nuestros
constantes vacilaciones. Quiero verte, aléjate de mí. Quiero besarte, poseerte.
Apártate, vete. Ni me mires. No debemos, tú y yo sabemos que ni podemos ni
debemos seguir sometiéndonos de esta manera, que nuestros caminos se alejan
cada vez más y que, como tú mismo dices, no hacemos más que frenar nuestras propias
vidas. No podemos seguir, pero… nos resulta imposible separarnos. Siempre igual,
la misma historia: charlas cordiales, prólogos gentiles y educados que preceden
al posterior arrebato de caricias, besos y emociones, que siempre adoptan
formas variadas: dulces y toscos; salvajes, pero tiernos. Una sacudida de
sensaciones que mi decoro y mi respeto hacia las personas de naturaleza más
sensible, o quizás prudente, me impiden describir. Pero, tras ese irreprimible encuentro
en que, ávidos del calor de nuestros cuerpos y de dar vida a nuestras más vulgares
y escabrosas fantasías, vendemos nuestro orgullo y nuestra honradez por un
puñado de orgasmos, después de eso… ¿qué queda? Sólo hay lugar para el silencio,
para escuchar a la conciencia reprendiéndonos a gritos. Sólo queda el llanto,
la culpa, el remordimiento y la delirante e ingenua idea de que esta vez sí
seremos capaces de poner fin a esta historia. Pero antes, el deseo de volver
atrás y querer pararlo, evitarlo a toda costa, pero no poder; no hay manera, no
es posible... Esto nos supera. No nos damos cuenta de que la decisión de tomarlo
o dejarlo hace tiempo que dejó de ser nuestra. Nos lamentamos de todo, pero… no
nos arrepentimos de nada. No cambiaríamos el tiempo vivido, pero desearíamos no
seguir con esto ni un minuto más. Háblame, pero no me hables. Mírame, pero no
me mires. Ámame, pero no me ames.
Qué insensatez la de confiar en
ti y permitirme el lujo de perderme entre tus labios desesperados y tus manos
de piel áspera y curtida, experimentadas y saciadas a más no poder, pero que aún
siguen deseosas de nuevos roces, nuevas caricias y vivencias. Siempre seguras,
como tú, saben lo que quieren y lo toman casi sin necesidad de pedir permiso.
Porque sabes que no podría, no soy capaz de negarle nada a esos ojos que,
aunque viejos y cansados, no dejan de mostrarse seguros de sí mismos ni de
reflejar de forma casi permanente esa rebeldía tuya tan característica. No
puedo evitar sonreír ante la idea de que alguien crea saber qué es la pasión
desenfrenada sin siquiera haberte conocido. Pero con cada paso que damos, cada
suspiro que exhalamos, cada roce de nuestros labios… hacemos arder todo a
nuestro alrededor, porque no podemos, no debemos. ¿No lo ves? Tú y yo estamos
prohibidos. No por ti ni por mí, sino por el resto del mundo. Eso es lo que me
he repetido en incontables ocasiones, pero ¿para qué engañarnos? Ambos sabemos
que lo que nos mueve es el deseo, es esa pasión irrefrenable y adictiva que
poco a poco nos domina y nos asfixia, que no nos deja vivir en paz. No somos
más que dos almas desvergonzadas, errantes, casi delincuentes que a menudo,
demasiado a menudo, sobrepasan el límite de lo moral y acarician con sus dedos
la ya casi imperceptible línea que separa la cordura de la demencia.
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