"Make'em laugh, make'em cry, but over all... make'em wait"
(C. Dickens)

lunes, 26 de julio de 2010

El "Rey Alado"

Aunque su madre no opinase igual, al jovencísimo muchacho de ojos color miel le parecía un hermoso día de otoño, con las gotas de lluvia bañando la Plaza de San Marcos, en Venecia. Ella insistía en que se cubriera con el paraguas, pero el niño nunca obedecería, no a algo así, pues amaba sentir el frescor de la lluvia bañando su cabello negro como el carbón y su morena piel italiana.

- Vamos, pasa a la tienda.

El chico negó con la cabeza, fanfarrón. Su madre insistió, pero él seguía negándose y consiguió lo que quería, quedarse fuera, en la plaza, donde habitualmente planeaban una enorme cantidad de palomas, que solían fascinarle. Pero en esos momentos se encontraban refugiadas en algún lugar cercano.

La mujer entró en el pequeño comercio, no sin antes dirigirle al niño una mirada que él bien sabía que era algo así como un: “No tienes remedio…”. Éste, feliz, guardó el paraguas sin que ella se percatara y comenzó a correr y juguetear por el suelo mojado de la plaza, hasta que finalmente dio a parar junto a uno de los leones, esos alados reyes (como él los llamaba) de Venecia. Se situó junto a él y lo contempló fascinado, tal y como siempre hacía. Observó sus ojos que, aun siendo de piedra, era como si tuviesen vida propia. Acercó la mano y le acarició la parte de detrás de las orejas, como si fuese un felino de carne y hueso y, para su sorpresa, la estatua parpadeó levemente y ladeó la cabeza en un gesto de satisfacción. El chico sonrió, pues había conseguido lo que deseaba y sabía que ahora sólo faltaba la mejor parte. Con un hábil salto se sentó en el frío lomo del animal, se agarró como pudo de la melena y encogió las piernas para que las alas se desplegaran. Y echó a volar.

Sintió el viento helado y las gotas de lluvia acariciándole el rostro, llevándose consigo todo rastro de preocupaciones. Se sintió feliz y excitado por el vuelo. Quería subir, volar muy alto, todo lo que pudiera. El Rey Alado pareció leer sus pensamientos o, tal vez, sentir sus deseos, y accedió a elevar la altura. El niño soltó una carcajada de felicidad, acariciando al animal con una mano y agarrándose con la otra. Sintió algo especial en esa caricia, algo parecido al calor, como si la capa de piedra que cubría al Rey Alado se hubiera desvanecido y lo que el niño notaba no fuera menos que pelaje animal. Dirigió la mirada hacia abajo; le gustaba ver los canales de su bella ciudad tan pequeños, y también los tejados de las casas. El león dejó de subir y se mantuvo quieto en el aire, agitando sus majestuosas alas para no caerse. Desde allí arriba podía verse toda Venecia. Podía apreciarse también que el Puente Rialto no estaba tan lejos de la Plaza de San Marcos como él pensaba. Venecia no era tan grande como él la veía, pero no le importaba.

En ese momento se percató de que debía volver, pues su madre le estaría buscando. Y una vez más, el Rey Alado leyó sus pensamientos y puso rumbo hacia el punto de su partida. Con delicadeza fue acortando distancia poco a poco. Apoyó las patas sobre la basílica y dio algunos pasos con eco pétreo antes de seguir bajando hasta el final. Pero esta vez iba caminando con sus patas felinas, pues no sólo sabía volar, y además conocía los deseos del niño, amante de los leones. Una vez hubieron llegado a su destino, el Rey Alado se colocó exactamente en la misma postura inerte en la que siempre se hallaba y desapareció todo rastro de vida en él. El niño, cansado pero emocionado, bajó de los lomos de la estatua y se plantó de nuevo ante él.

Una fría y mojada mano de mujer lo despertó de su hermoso sueño. Era su madre, comunicándole que debían regresar, mientras le acariciaba su húmeda y rosada mejilla y le besaba los morenos cabellos empapados del agua de lluvia. Abrió el paraguas y el niño sonrió a su madre, agarrándose a ella, quien lo enrolló con el brazo mientras comenzaban a caminar. El chico giró la cabeza y miró al Rey Alado. Y, gracias a la imaginación del niño, en el rostro de la estatua pareció dibujarse una dulce sonrisa…

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